SOMBRA DE UNA ESTRELLA OSCURA (prólogo)

Palacio de Cristal.

Se encontraba inquieta. Hacía días que él debería haber regresado, pero no había sido así. La mujer, sentada en el banco de piedra color ceniza, y rodeada de frondosa y exuberante vegetación, miraba al horizonte infinito de arena sin fijar la atención en nada en concreto.

Recordó como aquella sombra había cruzado volando el techo de su Palacio de Cristal trastocando todos sus planes y retrasando el regreso de su corazón, el cual había debido de prolongar su viaje, recorriendo el mundo conocido de punta a punta a causa de ese mal presagio.

Por inercia pensó que él seguramente estaría agotado cuando regresase, pero al momento se corrigió a sí misma. Estaría perfectamente descansado. Gracias al pequeño gran sacrificio que ella había hecho, ahora su corazón disfrutaba de un poderosísimo don que le permitía viajar sin descanso de un lugar a otro además de hacer otras muchas cosas extraordinarias.

La mujer, que apenas tenía arrugas y cuya piel era blanca y lisa como la de una joven, era en realidad una anciana cuya edad sería difícil de precisar a simple vista, pero que portaba sobre sus hombros tantos años de estudio y de secretos tan grandes que le hacían parecer frágil, a pesar de haber sabido engañar al tiempo.

Imbuida por la calma que le otorgaba lo vivido, dejó que su mirada recorriese los miles de millones de granos de arena que conformaban el mayor desierto de todo Allegaïa. Absorta en sus pensamientos se preguntó si sus decisiones hasta el momento habrían sido las adecuadas, si habría entendido correctamente el mensaje de la Madre Allikas y si, por ende, habría obrado bien y en consonancia con los preceptos de su hija Stella.

Hacía ya casi un año que aquel terrible presagio en forma de pájaro de alas enormes había cruzado el cielo transparente de su Palacio de Cristal en dirección al sur, hacia la selva de donde provenía. En su batir de alas había creado inimaginables y llamativos destellos mientras reflejaba la luz del sol en sus plumas de color blanco nacarado, destellos que habían generado auténtico pavor en la mujer que los observó brillar. Si estaba en lo cierto, y tenía motivos para creer que así era, el gran traidor había despertado de su letargo y eso era de todo, menos bueno. Los hechos se estaban precipitando y debía de evitar a toda costa el resurgir del verdadero mal de Illaki. Se lo había prometido a la Madre.

Acarició la gran hoja, verde y turgente, que caía con gracia junto a ella, y se quedó observando los cambios sutiles en las incipientes flores anaranjadas que amenazaban por fin con brotar siendo las últimas guerreras del estío. Su oasis era espléndido, rebosante de vida, pensó como hiciera tantas otras veces. Pero a pesar de que la calma en ese instante era inmensa, sintió que algo se había roto en el equilibrio que habitaba en aquel, su hermoso palacio. Pocos minutos después escuchó a su espalda unos pasos que se acercaban recorriendo el jardín abovedado de techos altos, picudos y transparentes.

Giró la cabeza hacia un lado, manteniendo aún la mirada fija en el suelo y susurró en voz baja:

-Mi corazón, has vuelto.

El hombre, alto, de complexión atlética y fuertes hombros, se paró a escasos metros y sonrió, expectante. Ella se puso en pie y con pasos decididos, aunque poco ágiles, se le acercó mientras abría los brazos.

Ya juntos, sin distancia que los separase, se fundieron en un caluroso y reconfortante abrazo que duró unos segundos pero que parecía durar una década entera. Ella se separó de él un poco y observó en silencio su poderoso pecho sobre el que descansaba una esfera de cristal del tamaño de una nuez. Allí estaba su estrella, refulgiendo en blanco anularia colgando del cuello de su amado, emitiendo destellos de luz de manera pulsante y métricamente hermosa.

Asió la esfera de cristal en sus manos y la acarició mientras apoyaba su cabeza sobre el pecho del hombre.

-Mi corazón, ¿por qué has tardado tanto? -dijo ella mientras centraba su atención en el recorrido anhelante y triste de sus dedos alrededor de la esfera.

-Las cosas se complicaron demasiado, mi luna radiante -respondió él, dejando tras sus palabras un silencio que anunciaba algo más-. Me han visto, ha sido inevitable, un eriok me sorprendió y tuve que actuar.

La anciana guardó silencio y meditó durante unos segundos, antes de responder.

-No importa, mi gran sol, es cuestión de tiempo que la futura heredera de Stella regrese aquí, a su casa, y más pronto que tarde todo será revelado.

-Debería traerla yo hasta aquí, sin más preámbulos, es lo más sensato -respondió él.

-Todo a su tiempo, luz de mis días, todo a su tiempo -dijo ella con dulzura.

-Alba, amor mío, tiempo es precisamente de lo que carecemos -le interpeló mientras acariciaba su pelo blanco y la besaba con ternura en la frente.

-Confía en mí, mi amanecer dorado, me la traerás aquí, pero será en el momento oportuno.

Ella suspiró.

- ¿Qué es eso que no me cuentas? Dime -preguntó con suavidad él.

-El protector de la hacedora ha muerto.

El guerrero asintió, estrujando el frágil cuerpo de la anciana entre sus brazos jóvenes y fuertes.

-Pero Allikas nos ha enviado un gran aliado para ocupar su lugar -continuó ella-. Otro hacedor de estrellas.

-Pero, ¿es eso posible?

Ella no respondió. Ya habría tiempo después. Se acurrucó en sus brazos dejando que su mirada y la de él se suspendieran durante un tiempo sin mesura sobre el inmenso y amplio desierto de Abdam.

 

¿Te ha sorprendido quién protagoniza este prólogo? 

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