Gaël
no podía si quiera pensar.
Su
mente estaba congelada, prácticamente colapsada, mientras las imágenes de lo
que sucedía antes sus ojos se convertían en fogonazos delirantes y sin sentido.
No
estaba solo. En el flanco izquierdo, algo más retrasado, un encapuchado de
negro lo seguía. No lo perseguía, al contrario, su gesto serio y concentrado,
parecía más preocupado en mantener el equilibrio de Gaël sobre el caballo que el
suyo propio.
Delante,
una capa gris perlada con una llamativa cenefa blanca que emulaba unas hojas de
roble, ondeaba con fuerza y rabia al compás de un galope demencial, marcando el
ritmo del extraño trío.
-¡Mantened
el ritmo! -gritó el hombre de la capa gris-. ¡Tenemos poco tiempo, ya mismo se
darán cuenta que no estás en tu ...!
-¡Corred!
-volvió a gritar el hombre mientras miraba con gesto imperioso a Gaël.
El corcel,
como entendiendo la orden y presa de un ímpetu implacable, dio más fuerza si
aún era posible a su galope. El paso de los tres caballos dejaba surcos
profundos en el barrizal del suelo. Había estado lloviendo todo el día.
Aquello
era una locura ¿Por qué huían?, Gaël era incapaz de recordarlo.
-¡Ya
estamos llegando! ¡Este lodazal significa que estamos en las afueras de la
ciudadela! Por aquí alcanzaremos la Puerta del Bosque en breves minutos -dijo
el encapuchado que guiaba al grupo.
-¡Deberíamos
ir por la Puerta de los Cazadores! ¡La Puerta del Bosque siempre está vigilada!
-habló por primera vez el chico que iba en la retaguardia. La capucha negra se
le había caído y ahora Gaël podía distinguir nítidamente sus rasgos. Era muy
moreno, de pelo completamente negro y de facciones bien parecidas. Sus ojos de
azabache impenetrable mostraban intensa preocupación.
De
repente, el primer caballo se frenó en seco. El impresionante corcel blanco se
giró hacia Gaël y hacia el otro chico.
-Iremos
por donde yo diga, ¡no podemos fiarnos de ti, hijo de Nerulam!
Se
hallaban justo en un cruce de caminos. Gaël conocía bien aquella zona, la había
recorrido cientos de veces. A la derecha, a menos de tres minutos a galope, se
hallaba la Puerta de los Cazadores; en frente, a su alcance y ya visible, se
vislumbraba la imponente Puerta del Bosque. Ambas conducían al Bosque de
Jabhar-arth. ¿Pero por qué ir hacia el bosque en plena noche?
A
pesar de sus palabras airadas hacia el otro chico, el hombre que los guiaba
parecía sopesar el aviso. Sin embargo, todo atisbo de duda se disipó de su faz
en menos de un segundo, cuando a su derecha, por el camino que llevaba hacia la
Puerta de los Cazadores, se empezaron a oír gritos y ruidos de armaduras
corriendo hacia ellos.
El
hombre de gris y blanco se giró con odio hacia el chico de negro que le
devolvió la mirada con gesto de total desconcierto. El guía tensó las riendas y
apretó las espuelas entonces en dirección a la Puerta del Bosque.
-Maldita
sea tu raza -se escuchó perjurar al hombre, mientras miraba con desdén al chico
moreno y tiraba con fuerza de las riendas de Gaël para hacer a su caballo
emprender la marcha de nuevo.
Los
tres caballos enfilaron, otra vez, el barrizal en que se había convertido el
camino hacia la Puerta. No habían recorrido ni la mitad de la distancia cuando
una enorme cortina de fuego les cortó el paso.
El
jinete de blanco no frenó.
-¡Antiaphiros! -Le oyó Gaël gritar. Acto seguido un
hálito de viento helado surgió de las manos del hombre de la capa blanca,
bloqueando el fuego como si nunca hubiera estado allí, a la vez que creaba un
pasaje durante el tiempo necesario para que los tres caballos pasaran. Después,
el fuego volvió en sí, mucho más violento que antes.
Tras
las llamas, una figura envuelta en una capa negra y unos guantes de cuero de un
rojo vivo les cortaba el paso. El jinete de blanco aminoró el paso mientras
balanceaba la situación con creciente tensión.
-Mala
elección -les dijo irónico el hombre de la capa oscura.
A un
gesto suyo, medio centenar de arqueros surgió de la nada, con los arcos
tensados y unas llameantes flechas ya cargadas.
-¡FUEGOOO!
-les gritó la figura negra.
Unas
cincuenta flechas surcaron el cielo creando una bella parábola. Todo sucedía
muy despacio. Gaël podía ver, nítidamente, la curva que cada dardo
incandescente marcaba contra la oscuridad de la noche.
El
jinete de blanco se giró hacia él con aprehensión. Se podía entrever la pena y
la derrota en su cara. También el miedo. En un acto de desesperación, éste alzó
las manos al cielo y, pronunciando unas palabras inaudibles, empezó a formar
una barrera invisible contra la cual las flechas iban chocando sin alcanzar al
grupo.
Pero
esa barrera llegaba tarde, una de las primeras flechas disparadas ya se
encontraba atravesando el corazón de Gaël.
***
-¡NO!
Con
la camisola empapada en sudor, Gaël se irguió de la cama y se palpó con
angustia el pecho. ¿Cómo era posible? El sueño le había parecido tremendamente
real.
Se
miró las manos y las extendió suavemente. Le dolían aún, como si de verdad
hubiera estado agarrando aquellas crines negras con fuerza. Le resultaba
curioso lo vívido de la carrera a caballo teniendo en cuenta que nunca había
montado en uno.
"¿Quién
demonios serían aquellos encapuchados?" se dijo para sí, mientras un
escalofrío recorría su espalda al recordar el dolor que había sentido al notar
la flecha atravesando su pecho.
-¿Estás
bien Gaël? -la voz adormilada de su madre se escuchó tras la puerta.
-Sí
madre, ha sido solo un sueño.
-Está
bien, descansa hijo. Buenas noches.
-Buenas
noches, madre -contestó, mientras se erguía completamente y caminaba hacia la
ventana.
La
luna llena inundaba la estancia, una habitación diáfana y con poco mobiliario
sobre el que destacaban algunas prendas de ropa amontonadas en una silla. Gaël
miró en derredor. Nada.
¿Por
qué sentía que no estaba allí solo, en su habitación? Tenía el miedo calado
hasta los huesos, eso debía de ser. Se rascó la nuca y con ese gesto se acordó
de un comentario que le había hecho su madre la tarde anterior acerca de una
mancha que le había salido justo al final del cuello. Dejó sus dedos ahí,
imaginándose cómo debía de ser esa extraña marca entre la turbidez de
pensamientos que le había dejado el
sueño. Se frotó los ojos y volvió a su cama tratando de zafarse.
"Mañana
será otro día" pensó.
***
En la
calle, a unos metros por debajo de su ventana, un viento frío arrastraba las
primeras hojas caídas del otoño. Una ráfaga de aire las alzaba, ya caducas, y
las arremolinaba entorno a una figura casi inerte que ocupaba el centro de la
estrecha travesía.
El
viento volvió a soplar con fuerza, generando suaves ondas en una fina capa de
color gris perlado, a la vez que hacía que unas hojas de roble bordadas en un
blanco impoluto ondearan a su son, creando una sensación irreal de floresta
zarandeada por la brisa.
El
encapuchado alzó la vista hacia la ventana donde Gaël dormía:
-Por
fin te he encontrado.
La casa de Albián. Capítulo 1: La Puerta del Bosque.
***
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