Nada especial esta semana

No sé si te he contado alguna vez que, aquel primer y último atardecer que vivimos juntos en Gibralfaro, fue el día en que fui consciente de dos verdades fundamentales sobre mi existencia. La primera de ellas fue darme cuenta de que estaba perdidamente enamorado de ti, la segunda, fue ser terriblemente consciente de que nunca antes, hasta ese momento, me había enamorado realmente.

Seguramente no te acordarás, o tal vez sí, depende de cómo te pille el cuerpo, pero voy a presuponer que no te acordarás.

Trabajábamos en el mismo lugar, tú eras el nuevo, yo el que siempre estaba en todos los “fregaos”. Nuestro primer saludo fue cordial, nada del otro lunes. Estábamos en una fiesta de bienvenida y reconozco que no sonaron clarinetes cuando nuestras manos se estrecharon, pero confieso que aún hoy me atrevería a apostar a que soy capaz de recordar que ropa llevabas.

Posteriormente llegó la rutina y, compartiendo como compartíamos el espacio físico, era ineludible el encuentro ocasional y fortuito. Un encuentro que siempre se aderezaba con un protocolario "Hola, ¿qué tal?", y que normalmente se acompañaba de unos educados minutos en los que nuestros pasos se detenían para escuchar con atención la respuesta “Muy bien, ¿Y tú qué tal?”, nada del otro martes.

Alguna que otra vez, la situación permitía que el encuentro se prolongase algo más, dando lugar a alguna que otra tentativa de pregunta personal. La de veces que nos cruzábamos… Un hecho que ahora apenas ocurre, a pesar de que seguimos compartiendo microclima… ¿Será que existe alguna ley no escrita que verse sobre la atracción entre masas gravitacionales enamoradas, y que sea capaz de explicar la confluencia de alta probabilidad de ocurrencia mientras los campos magnéticos de interés mutuo se encuentran activos?

Perdona, que me voy por las ramas. Te estaba recordando cómo llegamos a Gibralfaro. Sin embargo, antes de llegar a ese momento crucial, preciso explicarte qué hubo entre aquel día tan decisivo y nuestro primer y cordial apretón de manos veraniego. A ese paso intermedio le voy a llamar amistad.

Por aquel tiempo, andaba yo desanimado y meditabundo, con pocas ganas de nada. Aquel día me quedaba una larga jornada de tarde por delante en el trabajo y, por razones que no vienen al caso, veía mi futuro inmediato en una horrible gama de grises. Necesitaba que me diera el aire, hacer algo, y sin preaviso te cruzaste en mi camino, providencial. Nos saludamos con nuestro ceremonioso “Hola, ¿qué tal?” y varias horas más tarde te propuse ir al cine por mensaje, un sms sin mucho adorno, nada del otro miércoles.

La verdad, mi plan era llegar, ver la película, e irme a casa. No pretendía socializar mucho salvo lo educadamente necesario. Sonará mal, pero pensaba utilizarte únicamente como carabina en mi planeado idilio con la gran pantalla. Elegí yo la película, era o esa o ninguna, y tú, tal vez con una leve resistencia inicial, acabaste aceptando el plan.

Cuál fue mi sorpresa cuando me vi regresando a casa de madrugada, dos horas después de que hubiese terminado “el caballero oscuro” (que terminaba bastante tarde), tras una larguísima conversación sobre quiénes éramos en el parking de aquel impersonal centro comercial. Yo estuve todo el rato apoyado en la puerta del vehículo mientras tú danzabas frente a mí, al ritmo de tu parloteo. El tiempo pareció volar, cosa extraña, pero más extraña fue la sensación de familiaridad que envolvía aquellas voces que se hablaban con sinceridad, por primera vez, y que lo hacían como si llevaran haciéndolo la vida entera.

Al día siguiente llegué al trabajo contento. Había hecho una amistad nueva, en este caso decir que no era nada del otro jueves sería una falacia, pues hacía tiempo que no experimentaba aquella sensación de novedoso interés. A partir de ahí los días se transformaron en una amalgama de conversaciones cuyo único objetivo era conocernos mejor. Lo que hacen las personas que se caen bien, sinceramente, nada del otro viernes.

Te acordarás, de esto no tengo duda, de que en aquella época yo andaba buscando nueva residencia en una nueva ciudad, la tuya. Para mí era un drama, como todo lo que me saca de mi zona de confort.

Málaga era para mí una grandísima desconocida. Tal vez deba reconocer públicamente, por hacer honor a la verdad, que aún hoy lo sigue siendo. Por eso no dudé cuando, me propusiste enseñarme algo de tu ciudad una tarde de agosto en la que yo recorría las incandescentes calles de asfalto buscando anuncios de alquiler. Me dijiste que el sitio al que íbamos sería una sorpresa y me salvaste de aquella infructuosa tarde recogiéndome en aquella tartana que llamabas coche. Empezaste a alejarte del centro mientras hablábamos de todo un poco. Todavía me maravillo de cómo fluía la conversación entre nosotros, sin silencios, ni cómodos ni incómodos, pues siempre parecía que había tanto de lo que hablar, o tanto que contar, o de lo que opinar, que no había lugar para la pausa.

Sin darme cuenta el coche se detuvo en un pinar. Parador de Gibralfaro, leí en un cartel. Nunca había estado. Te reíste, con aquella media sonrisa tuya, infalible, y tras caminar un poco nos sentamos en una de las mesas desde donde se veía toda Málaga.

Nos sinceramos con aquellos cafés que pedimos, revelándonos por primera vez nuestros oscuros pasados. Ese tipo de conversaciones tan reveladoras suelen ser interesantes y aquella lo era, sin duda. Con adornos tales como “esto que quede entre tú y yo”, o “esto no lo vayas a contar a nadie”, íbamos hilando sucesos poco agradables que ocultábamos de nuestra mundana cotidianidad.

En un momento dado tuve que levantarme para ir al baño, y fue entonces cuando ocurrió. Me excusé, levantándome de la silla con una inevitable sensación de urgencia, pues estábamos dejando un tema trascendental en suspenso. Recuerdo que pregunté a un camarero a dónde ir y él, amablemente, me orientó hacia la recepción del parador.

Es verdad que yo me encontraba en estado de acelerada emoción, sería porque acababa de abrirme en canal contándote mis secretos, o tal vez porque habías hecho tú lo mismo mostrándome algo de ti que no esperaba. Tal vez era por la complicidad que se había creado durante aquella larga tarde, o por aquella sonrisa tuya que se formaba principalmente en tus ojos, no en tu boca. No lo sé.

Al entrar en la recepción noté que la música estaba inusualmente alta, parecía un concierto. Me sorprendió bastante, y a día de hoy, cuando lo pienso, me pregunto si aquello fue real o sugestión mía, pero recuerdo que sentí mi corazón vibrar con cada golpe que los bajos de la melodía emitían contra los muros y el suelo de aquel lugar. Coincidió que, justo al pisar aquel sitio, comenzó una canción en particular, Kiss me de Sixpence none the richer.

Yo siempre he pensado que es, en cierto modo, una canción con un algo especial. Que sí, que no es nada del otro sábado, pero reconoce que tiene unos acordes iniciales inconfundibles para cualquier oído. En cuanto suena se reconoce al instante, y sabes lo que viene después: ese estribillo ilusionante de película romántica donde todo siempre acaba bien... Imagíname pasando por allí, multiplicando mi sugestión por mil con el batir de mi corazón al son de la fuerte música de la banda sonora de “Alguien como tú”.

Cuando entré al baño el sonido se aplacó de una manera brutal, parecía como si me hubiesen cortado las alas de golpe, sin anestesia. Respiré hondo un par de veces y pensé un tanto desconcertado durante unos minutos, “¿qué pasa aquí?”. Salí al poco, y la música me golpeó como un fuerte soplo de viento, devolviendo mi cuerpo a ese enérgico reverberar previo. El estribillo, que me sabía de memoria, me acompañó hasta que volví a salir a la terraza, generando un “algo” dentro de mí que no te podría explicar con palabras, un “algo” que me subía desde el pecho hasta la garganta y se quedaba ahí cortándome la respiración.

Y ahí estabas, lejano, con tu silueta perfilada contra aquel atardecer malagueño y toda tu atención enfocada en el dichoso móvil, mientras yo era consciente, en aquel instante, de aquellas dos grandes verdades sobre mi vida que ya te he adelantado al principio, ¿las recuerdas?

Han pasado ¿cuántos, diez años desde que se estropeó todo? Me parece que fue ayer cuando tiré al mar aquel libro que te regalé, en aquel amarre de Muelle Uno, amarre que posteriormente convertí en lugar de peregrinación cada vez que te recordaba. Diez años de posterior frío glacial y de un larguísimo invierno salpicado de cortas y poco fructíferas primaveras, incapaces de restaurar un verano pleno.

Y, a pesar de todo, aquí estoy. Aquí estoy para decirte, simplemente, que aquellas dos verdades, sobre las que se podría tener una larga tertulia durante un domingo cualquiera, siguen vigentes de una forma insondable, a pesar de todo.


 

Si te ha gustado, comparte!!

Comentarios

  1. Ooohhhh!!!!!!! Me ha encantado!!! 👏🏼👏🏼👏🏼
    He de decir que comparto lo mismo que dices:
    "aunque el amor haya cambiado, el recuerdo del amor más grande seguirá ahí siempre, solo con volver a cerrar los ojos".
    Para mí el amor está en algo que hueles, que escuchas en una canción, en un objeto... El amor está en todo aquello que te hace recordar momentos bonitos, por desgracia el tiempo pasa y las cosas parecen que se olvidan, pero no, cuando te viene ese olor, esa melodía o ves el objeto, lo recordarás como aquel primer día!!! ❤️
    Gracias por hacernos partícipes de tus post!!! Me encanta leerte 🥰

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Me encanta compartir contigo estas palabras. Es verdad que es un olor, un momento, un lugar... que te lo devuelve todo. Lo difícil es quedarse con un recuerdo bueno si se terminó. Pero si lo consigues... por qué no disfrutarlo? Gracias por escribir y, como siempre, por leerme!

      Eliminar

Publicar un comentario

Mi modesta creación narrativa, ¿te inquieta, te perturba o te acongoja? Déjame tu impresión aquí