Siempre me sentaban (ellos) con el
malote de la clase.
Años pasaba, pupitre con pupitre, con
el más chungo, el más temido, el más respetado.
En un intento, que también podría
llamarse “estrategia docente para redimirlo”, ellos pensaron que sentarlo a él, conmigo, haría que
cambiase o que al menos su indomable espíritu se apaciguase, o simplemente que
se callase por aburrimiento y les dejara dar la clase tranquilos. Pero tras mi
apariencia de corderito manso y obediente, de niño bien, educado y estudioso, se
escondía un charlatán incansable con la capacidad de hablar con quien fuera y
de lo que fuera; un auténtico y candoroso relaciones públicas, capaz de pasar
desapercibido a los ojos de un adulto pero inevitablemente conocido por todos
sus compañeros.
Así que aquel malote y yo nos hicimos
amigos, y más de una vez (las menos, por eso de cría fama y échate a dormir) me
regañaron a mí por molestar, añadiendo siempre tras el sermón el chascarrillo
de "a ver si te vas a volver como él". No tendríamos ni nueve años y
aquello ya sonaba a epitafio y a sentencia de vida.
Por aquella época, quizá uno o dos
años después, fuimos a la granja-escuela donde una de las monitoras se erigió como
la figura más aclamada del lugar pues, según ella, era bruja y podía ver en
nuestro interior cual era el espíritu animal que nos representaba.
Nosotros, carne de cañón pre-Hogwarts
(pues el niño que sobrevivió aún no había recibido su carta para estudiar
magia), nos unimos a su movimiento místico sin pensar demasiado, ávidos de
fantasía. Queríamos un espíritu animal protector con nosotros. Y lo queríamos
ya.
Yo esperé varios días pues la
mismísima monitora-bruja me dijo que necesitaba tiempo para observarme, que no
era fácil ver a través de mi fachada, que descubrir el espíritu animal era una
cosa delicada y compleja.
Aguardé ansioso, como no podía ser de otra forma tras la expectación creada, pensando que me esperaba algo grande y espectacular de lo que presumir con mis compañeros. Entonces, pocos días antes de irnos, me dijo: "ya sé lo que eres, tú eres un ciervo". Mi cara de decepción fue instantánea: "pero si ya le has dicho a mi compañero de pupitre que es un ciervo y no podemos ser más distintos".
Aguardé ansioso, como no podía ser de otra forma tras la expectación creada, pensando que me esperaba algo grande y espectacular de lo que presumir con mis compañeros. Entonces, pocos días antes de irnos, me dijo: "ya sé lo que eres, tú eres un ciervo". Mi cara de decepción fue instantánea: "pero si ya le has dicho a mi compañero de pupitre que es un ciervo y no podemos ser más distintos".
Ella guardó un silencio corto, como
si le extrañara mi comentario, y contestó enigmática: "¿Eso crees? Porque
yo veo que cada uno, a su manera, es rey de un bosque distinto".
Una profesora muy inteligente, me gusta tu blog. Esperandoa siguiente.
ResponderEliminar